LA GRAN EXPECTATIVA DEL ARTE / ENRIQUE FLORES
Queen, Robotech, automóviles LADA y el penal de Caszely son todos referentes de conocimiento popular y de identificación epocal. «Todos tienen una historia de autos», comenta Enrique Flores y este es su enfoque. Sus trabajos discrepan innegablemente de una postura críptica ligada a la tradición conceptualista del arte chileno. Flores aborda lo anecdótico de la vida cotidiana. Se desmarca de la densidad discursiva y vuelve a la experiencia de barrio, la vecindad y la historia común.
La ciudad, los amigos, el fanatismo musical y ciertas marcas archiconocidas son los terrenos donde se mueve. Estos son representados muchas veces de forma paródica e instintiva: el arte como un acto pulsional y honesto. La forma en que Flores realiza sus obras se relaciona directamente con el imaginario escolar, muchas veces mal mirado por los academicismos artísticos. Su trabajo es siempre un punto de tensión con la expectativa de lo que se considera una obra de arte. Flores toma la sublimidad y se la mete al bolsillo. El cómo es un asunto de segundo plano.
Entrar a un museo, ver un texto curatorial de un metro de extensión, ver una obra y sentirse estúpido es la vieja confiable del arte contemporáneo. La meta es alejar a los no instruidos y adquirir una posición inalcanzable, como si se tratase de una categoría donde solo los elegidos pueden entrar. Flores se rió de todos ellos y se quedó con los amigos. Probablemente los artistas instruidos lo miran con desconfianza y no entienden cómo ha sido capaz de ingresar, a pesar de todo, al círculo de las artes visuales. Lamentablemente para ellos, Enrique Flores existe. Y desde la honestidad logra mofarse de todo eso, enfocándose en el rescate de lo que pareciese que todos olvidaron: el factor humano del arte.
Tal como el título de una de sus últimas exposiciones, su obra es una Escuelita de arte y oficios. Flores puede tomar cualquier cosa, hacer un ensamblaje y convertirlo en obra. Todo es muy simple, tan simple que parece estar siempre en una vereda distinta a sus contemporáneos. Probablemente esa vereda sea la más sensible y transparente.
Todo lo dicho hasta aquí tal vez puede resumirse en una anécdota que evidencia la franqueza del artista. En su etapa final como estudiante, Flores roció con una manguera el patio del Campus Oriente de la Pontificia Universidad Católica de Chile, inundando la tierra del lugar, en lo que parecía una versión lúdica e infantil de un land art. No fue necesario comprar una isla para poner agua alrededor, al estilo del icónico artista marroquí conocido internacionalmente como Christo. En este caso, fue una versión chilena, al propio estilo de Enrique Flores. Con unos pocos chorros de agua bastó.
En el momento de su examen, uno de los miembros de la desconcertada comisión le pregunta:
–Dime, Enrique. ¿Qué crees que opinaría Christo si viera esta obra?
Y Flores, sin darle muchas vueltas responde:
–No lo sé, la verdad. Nunca he sido muy religioso.