IRRUMPIR El LLANO / SAMUEL DOMÍNGUEZ
El trabajo escultórico de Samuel Domínguez propone una lejanía y una profunda extrañeza. Sus obras nos enfrentan a una tridimensionalidad que no está hecha para ser rodeada, como comúnmente nos han hecho pensar, sino que se constituyen como una experiencia a partir de la observación, quebrando así lo iconográfico vinculado al medio escultórico.
La atmósfera, el espacio y la objetualidad son los elementos que Domínguez controla en su cuerpo de obra. Estos tienden a ser poéticamente misteriosos. En ellos no se sabe nada a ciencia cierta. Tienen una extrañeza propia de una narración cinematográfica no lineal, una especie de experiencia con una temporalidad determinada por la estructura de principio y final, pero que en esta misma característica, se disloca por la interrelación de elementos que quiebran el tiempo lineal de una estereotípica condición narrativa. Este aspecto subvierte la concepción clásica de la escultura y la acerca al trabajo audiovisual. Sin embargo, no se trata de películas ni videos. Son esculturas emplazadas en un espacio que es modificado en pos del objeto situado en éste, dando la sensación de estar dentro de una completa ominosidad. Aquí las dudas siempre invaden los cuerpos elocuentemente geométricos y orgánicos que construyen la obra visual.
Si bien el arte en sí mismo plantea más dudas que certezas, el trabajo de Domínguez acentúa esta idea. Sus objetos irrumpen en el espacio y demuestran constantemente que hay un elemento oculto tras el escenario que estamos presenciando. Una pista que el autor decide premeditadamente no dar a conocer, instalando al espectador en un estado de intriga e incomodidad constante.
En este punto, lo escenográfico toma un rol fundamental. El trabajo cromático de luces y su contraparte sombrío modifican el espacio donde se encuentran los objetos que crea. Estos son uno con el lugar. Ya no existen como volúmenes inertes en un cubo blanco y muerto. Todo es modificado y todo se transforma en atmósfera, una especie de película de misterio tridimensional, o más bien, un trabajo que hace que el espectador salga de su zona de confort para adquirir un rol más activo que el de costumbre. La figura de quien observa se pone en tensión, es envuelta e inmersa dentro de la obra, enfrentándose así a una experiencia de gestos mínimos pero determinantes; detalles que se convierten en pequeñas pistas de la narratividad de su trabajo, pero que a fin de cuentas no llevan a ninguna parte.
No existe una historia, tampoco existe el tiempo quieto de la escultura. Todo está hecho para ser una gran escena de película en la que nos inmiscuimos lateralmente. Su atmósfera no es acogedora: es lejana y a ratos hostil. La obra de Domínguez no es un lugar en el que podamos habitar. Si bien los objetos son identificables, se vuelven en sí indescifrables, cerrados y misteriosos. Una especie de callejón oscuro al que llegamos sin haber querido entrar.
Esta extrañeza sin duda tiene una cuota de magia. Los objetos llevan a otra dimensión, un espacio paralelo al nuestro, donde lo que vemos es una versión alternativa del mundo circundante, como si se tratase de un cuento que constantemente nos oculta la verdad. Domínguez trabaja desde esta dualidad: por una parte está lo que es, asociado a lo que vemos físicamente, como las palabras en un texto escrito, y por otra está lo oculto e interpretativo, que es el aspecto atmosférico y experiencial.
Dentro del diálogo de estas dos dimensiones, todo está en un limbo respecto a algún tipo de certeza. En la obra del artista hay cosas que es mejor no mencionar, como también hay verdades que es mejor nunca saber. Porque esa extrañeza que plantea se transforma en una particular belleza de lo indescriptible, de lo que nunca podremos decir y solo es mejor que exista. Para que nosotros, como espectadores, tengamos un nuevo cuestionamiento, o por lo menos la sensación de haber sido parte de una experiencia que sale de la norma, de lo corriente y monótono del día a día.