Texto para la muestra individual “Invierno” en Galería PANAM (2018)

 

 

VICTORIAS MENORES

 

Lagrimeando, bajó la mirada hasta el charco de vómito. Un charco pálido, ocre rojizo, sembrado de sedimentos de limón amarillo brillante. Vistas desde un avión a baja altura, en una época del año desolada y marchita, las llanuras de África tal vez fueran de ese color; acechando en la sombra de los vestigios cítricos había hipopótamos y osos hormigueros y cabras monteses salvajes. ¡Sujeta el paracaídas, coge tu rifle y salta con la velocidad de un saltamontes!

Kenzaburo Oé

 

Lucharon contra el pasado con instrumentos del pasado.

Luis Camnitzer

 

 

Todas las obras de arte hablan de los finales. Unas lo hacen mejor que otras. Está comprobado. Algunos –los que escriben– creen que los libros pueden provocar nuevas experiencias. ¿Pueden? ¿Y la pintura puede? Cómo podría hoy, dentro de esta gran realidad cada vez más amplia y fragmentaria (dividida en planos múltiples, análogos y también virtuales, interconectados pero ajenos). Tanto lo que crece como lo que corta requiere una fuerza. Es preciso para el arte poblar el nuevo imperio de la red informática y reajustar su presencia como fuerza en flujo. El arte debe transcender junto a la red y descubrir lo que no existe.

 

Nada pueden hacer las palabras escritas sobre un papel. El lugar del texto hoy debe reinstalarse en el campo de la información digital. Lo mismo pasa con el arte: una pintura es concreta cuando se puede tocar, pero una representación es por definición una pantalla. ¿Qué contribución puede hacer al respecto la pintura tradicional de tubos de color? Su contribución a este mundo se reduce a algo nimio o abiertamente inoperante. ¿Qué es la pintura hoy? O un resabio de resistencia (la melancólica luz oxidada encargada de recordar, como letanía, todos los tiempos de nuestra historia) o un espacio gris de la materia donde los puntos se dispersan en un naufragio mudo y proscrito (la pintura que reposa en la comodidad del talento, por ejemplo).

 

Lo que fue hace algunos siglos el medio más válido de representación visual, hoy es una forma obsoleta de creación. Obsoleta para el arte contemporáneo no significa excluida o descartable. (Duchamp lanzó una naturaleza muerta al futuro, en el corazón mismo del arte: todo lo que vive en el presente tiene sentido gracias a lo que fue; no hay Duchamp sin su contraparte, y esto es precisamente lo que recobra a la tradición artística en su propia muerte.) Como es sabido, el arte tiene la garantía de trabajar sobre la materia sin dar crédito, necesariamente, a las convenciones culturales de las cosas. El arte transita la historia para desconocer las leyes del tiempo diacrónico. Pero ajustarse al presente sin interpelarlo, ignorando los cambios más profundos en el acercamiento al acto creativo, es un forma nefasta de hacer justicia a nuestra condición moderna, la peor forma de salvar al arte de las garras de la amnesia. “Hacer” una pintura, incluso como gesto irónico, es basura.

 

Pero hablemos de las victorias menores. Las que más valen para el espíritu. Charly García dijo una vez: «hay discos que tienen tantas canciones down que no son discos». Podría replicar esta cita y homologarla a la obra de Wladymir Bernechea: Wladymir Bernechea tiene pinturas tan tristes, tan displicentes, que no son pinturas. Su obra está fuera del obtuso dominio del talento o el impacto del “motivo”. Los sustratos se cuelan hacia el filo primario: gesto, signo y materia. Todo esto, por supuesto, dentro del régimen análogo. (Aunque este punto no deshabilita del todo sus rendimientos como imagen reproductible, o sus posibles “otros” sentidos en el plano de la imagen en flujo.) Este nudo es determinante para toda forma de arte visual. El camino más delgado es donde las cosas irrumpen revelándose a sí mismas. No exclusivamente la gracia, el chiste o la textura, sino la triste y cautivante imposibilidad de estos, su irremediable interdependencia. Las preguntas difíciles están reservadas a los espacios mínimos y a los detalles. En el caso de Bernechea, se trata de la angustiante certeza de que un signo, como información, requiere de un cuerpo, y una pincelada, que está en otra categoría, requiere de tiempo y espacio. Las cosas gobiernan aunque no lo notemos: el arte debe encontrar la fisura o el destello de las fuerzas en disputa.

 

Invierno direcciona el escenario creativo del artista hacia una de las veredas más distantes dentro de la pintura: lo incandescente, la ensoñación y la nada. O la extrañeza de un paisaje que se confunde con un rápido vistazo videográfico. Su obra cierra caminos de forma tajante para trabajar desde la economía del medio. Economía de color, economía de signo, economía de gesto, alcanzando un punto frágil y profundamente esquivo. Los paisajes de Wladymir Bernechea no están en ningún sitio más que en el soporte. Son visiones que se dan en el cuerpo y que se instalan como imagen entre los sustratos de la materia pictórica. Su relato es la sensación, no hay nada fuera del momento de contacto. Invierno, al igual que buena parte de la obra de Wladymir Bernechea, es un contacto cuerpo a cuerpo. En este caso, la luz que golpea y ciega, y la luz que difumina y desvanece los objetos. Pero, como se trata de pintura, somos huérfanos con la imagen. Este es justamente el estado que defiende la pintura: ser uno con la cosa, sin reguardo objetivo.

 

 

Diego Maureira