SUPLES / ADOLFO MARTÍNEZ
Sin tener una definición real, se conoce popularmente como suples a aquellos artefactos inventados y ensamblados, de distintas procedencias, que poseen un fin cotidiano y funcional. Una vara de álamo, una olla, unos tenedores y unos metros de alambre de cobre son suficientes para crear una antena de televisión que se alza sobre lo alto de un tejado. La creatividad para la solución de problemas específicos muchas veces supera la mega elaboración estratégica del arte: las ideas están en el mundo para ser apropiadas.
La vida de barrio de Adolfo Martínez en Lampa está llena de historias que lindan la ficción. Personajes inmortales y bares anacrónicos donde todo el mundo –luego de la jornada laboral– vive y habla lo mismo con los de siempre. Estos escenarios son propios de los mundos rurales. Sin embargo, también tienen un grado de universalidad: existen en muchas partes. Lampa es el lugar de Martínez.
De pequeño el artista visitó una bodega llena de chatarras y metales. Estos fueron para él un mundo inabarcable de materiales que posibilitaban construcciones lúdicas. Aviones o juguetes basados en el Festival de los robots y Mazinger Z fueron los predilectos dentro de sus ensamblajes. En este sentido la imaginería tecno-humanoide japonesa fue un gran motor que impulsó sus prácticas rudimentarias.
Otro acontecimiento determinante para Martínez fue el encuentro casual con la escultura de Arturo Prat, de José Carocca Laflor, a las afueras de la vega central. Se trataba de un héroe fuera de las proporciones humanas, con un dedo apuntando a la nada y una frialdad propia de su materialidad metálica. Este hallazgo llenó de dudas al artista. El funcionamiento de la pintura era una estrategia fácilmente comprensible, pero lo escultórico no. La figura de Arturo Prat fue una aparición extraterrestre, como si de pronto hubiese sido plantado un gigante con forma de prócer en medio de la ciudad. No había ningún indicio de su construcción. Este misterio fue la razón por la que Adolfo Martínez se acercó a la escultura. Era lo más enigmático y dificultoso que conocía. La única cosa que podía ser obra y humano al mismo tiempo. No olvidemos que el interior hueco de las esculturas de bronce es conocido como alma.
A las piezas del artista muchas veces se le atribuye lo rural como centro temático, sin embargo, esto no es lo que hace particular su trabajo. Lo realmente único es el espacio propio de Martínez, su vínculo biográfico con la ruralidad. No es la historia de ningún otro. Tampoco uno de los miles de lugares alejados de la altura y velocidad de las grandes urbes. Su obra se vincula a los relatos que le fueron contados, las chatarrerías que conoció, los personajes que formaron parte de su vida cotidiana y, sobre todo, los ingeniosos métodos de creación que vio utilizar en su entorno, los famosos suples que luego pasaron a formar parte de su obra.
Adolfo Martínez toma una serie de elementos, los unifica y crea obras de arte. Estas están llenas de un sin sentido lógico pero con una funcionalidad comprobable, sea o no sea con un fin particular. Como sabemos, lo estético está muchas veces dado por el contexto artístico. En el caso de Martínez las imágenes se han vuelto una mezcla inhabitual entre campo y ciudad. Sus obras apelan tanto a lo considerado artístico, en nombre de lo sacro, y lo cotidiano, en nombre de una realidad nublada por la condición conurbana de su procedencia.
Martínez hace hincapié en lo humano. Pone en valor lo que generalmente olvidamos: las personas y sus vidas. Una vuelta de tuerca –quizás, literal– al imaginario rural propio de la pintura decimonónica en su versión más folklórica y nacionalista. El artista materializa, de este modo, una nueva versión de las distancias geográficas, esta vez desde el terreno de lo escultórico y lo objetual. Siempre se habla de lo instalativo y se piensa en discursos grandilocuentes con textos de sala avalados por doctores en teoría e historia del arte, filosofía, antropología y todas las ías posibles. Adolfo Martínez vuelve a la base y desde la instalación ancla un imaginario disminuido, que nos permite oler las espigas, mirar los tractores y decir «esto es vivir fuera de la zona de confort».